...Vuelan en las fotos unas motitas de polvo que dicen llamarse recuerdo...

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jueves, 4 de febrero de 2010

El hombre que se alimentaba de caramelos de limón y miel

Imagínese al hombre raudo y de manos duras de pasar páginas de libros y diarios de mañana mutilados por el cupón del suplemento del fin de semana.
Seguramente, cualquier concepto de figura y apariencia humana que figure en tu mente no casará con lo que realmente tengo en mi cabeza, y que por más que describa detalladamente no podré plasmar su sombra sobre tu retina.

Odio el concepto de monarquía parlamentaria y el de soberanía unipersonal, que aunque llaman al pueblo como titular de la soberanía popular, nos dan coba con dichas determinaciones. Digo esto porque si antes le tenía asco a la idea de monarquía ahora le tengo aún más desde que voy a estudiar, en periodo de examenes, a la Biblioteca Pública Provincial de Sevilla "Infanta Elena". No es por nada, sino porque en vez de estudiar conceptos asimilados por investigadores y que yo en teoría tendría que digerir entre cerebro y ano, hago todo lo contrario. Imagino y divago entre estanterías repletas de libros, mesas repletas de estudiantes, gente preparándose oposiciones (de policía y guardia civil principalmente), alguna que otra cara conocida de facultad, señoritas contoneandose al son de unos apuntes de anatomía (que bella lección)...

Junto a mí una muchacha, estudiante de Bellas Artes creo adivinar, traza líneas de varios colores en una lámina blanca sin formar formas determinadas. Sólo alcanza dibujar rayos de lápiz de madera verde y otro color un tanto raro, que sólo es posible encontrar en los paquetes de treinta y seis colores. No llego a identificar los matices.

Al volver de un pequeño descanso de diez a doce y media, el café quemaba mucho y tuve que soplar y esperar que enfriara, comprendanme, me sorprendí.
La muchacha estaba anotando versos sobre una libreta de cuartilla, no alcancé a leerlos por lo que no puede averiguar si eran de su propia tinta o copiados de un nick de messenger. Esos que algunas ponen tan molones y superculturetas.

Más que el hecho de haberla pillado increpando al bolígrafo para que diera versos, lo que verdaderamente me llamó la atención fue lo que vino luego.
Tras haberme fijado en sus dotes intelectuales, me fijé luego en sus herencias mamarias. Que sorpresa para mía que detrás de aquellos voluptuosos pechos se encontraba la razón de mi presencia en aquella biblioteca de contenido y arquitectura fantástica pero de nombre carajotesco.

Hablo del hombre que estaba sentado justo al otro lado de aquella señorita. Se trataba de un hombre con gran barba blanca espesa, entrado ya en edad y medio calvorota. Como diríamos en basto humor instantáneo, "ira killo el viejo ese tiene to´lacara del viejo de erase una vez el hombre".
A simple vista podría decirse huraño, de aspecto bastante desaliñado, asustaniños y con mala uva. Pero que en realidad tenía faz de ángel viejo. Cuando rió desvelo su pacto con los Cuentos de los Hermanos Grimm y las desavenencias tenidas con Platón por dar clases de filosofía en griego y no en latín, que es una lengua más entendible.

Sobre su espacio en la mesa, cuatro diarios, tres libros, un diccionario y una revista de actualidad de edición francesa. Las palabras las atraía hacia sus ojos con una lupa, a la que curiosamente llamaba cuchara.

Cuando en una normal interrupción y alboroto general en la mesa, le dieron a todos los presentes por fijarse en aquella persona marcada en la frente (diferente a personaje), comentaron que iba todos los días desde que abría hasta que cerraba sin ir siquiera a almorzar. Todos exclamaron su sorpresa y nuevo descubrimiento con grandes signos de exclamación.
Me alegré de ver sus risas de admiración algunos, de descojone otros.
Lo que nadie señaló ni matizó sobre aquella pintura de biblioteca es que sobre su mesa había seis caramelos de limón y miel.
Ni los más observadores, ni los que iban todos los días y lo conocían dijeron nada sobre ello.

Yo ya sabía algo, lo más importante, que los demás invitados de aquella velada matinal de libros no sabían. Se alimentaba de lo que únicamente se podían alimentar los ángeles sabios y viejos.

Un caramelo por cada día que abría la biblioteca. Limón para limpiar las doradas letras de sus libros, y miel para endulzar y adherir con azúcar sus dedos a las páginas de aquel día a día.

Todavía pienso si los pezones de aquella muchacha me mostraron a la Divinidad. Curioso destino.
Como siempre la mujer en todo pensamiento.

E.M.G

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